jueves, 4 de junio de 2009

Recuerdo que luché contra el cabello, el cual se encontraba más rebelde que nunca y comencé a caminar, lentamente, con la mirada perdida y pensando en quién sabe qué, en dirección a mi segunda casa, el colegio o como les guste llamarlo. En realidad esa escena ya se había repetido varias veces al día. Me encontré con mi hermana, amiga o como quieran llamarla y ya ni siquiera nos saludamos porque estábamos hartas, mutuamente, de nuestros rostros. Para ese entonces no existían las ganas, ni los temas de conversación. Media hora en colectivo, batata o como gusten llamarlo para finalmente llegar, apretujada y despeinada, a conversar sobre átomos y ecuaciones. Saludo con una sonrisa incrédula a mi compañera de banco y luego a la profesora, licenciada o como quieran llamarla, que nos regala un buen día y a lo que yo restablezco con un ‘¿qué tiene de bueno el día?’ o ‘Avisale a tu cara’. Sí, soy soberbiamente simpática. Entonces fluyen las horas, crece el dolor de cabeza y se extinguen completamente las ganas. Aniquilando el resumen de una rutina agitada, suena la campana, el timbre o como les guste llamarlo y descubro que en el cielo, casi sin darme cuenta, habían nacido las estrellas.


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