jueves, 4 de junio de 2009

Recuerdo que aquella mañana llegué a casa y me tiré en la cama, necesitaba abrazarme a la almohada para llorar. Me tranquilizaba estar sola y no tener que dar explicaciones. Lo había escondido hasta ese momento, dos horas fueron suficientes, tenía que desahogarme con urgencia.
Yo sabía que no era grave, que al secarme las lágrimas vería las cosas de otra manera, que por algún motivo la vida había decidido que no era el momento o que no lo merecía, pero mis ilusiones eran tan sanas e inocentes y se habían triturado y las necesitaba y ya no estaban. Me sentía tan poca cosa sin ellas, tan nada. Me embolaba haberlas tenido, ¡qué ilusa, qué idiota!

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