jueves, 4 de junio de 2009


Era una de esas noches en las que te vas a dormir con ganas de no levantarte nunca más.

Se dejó caer inmediatamente en la cama y cubrió su cuerpo con sábanas que intentaban contenerla. Estaba harta, dolida, corría por sus venas la certeza del error, pero aún así después de tres o cuatro lágrimas pudo conciliar el sueño. La noche había sido larga y cargada de emociones. Abrumada se sintió cuando al abrir los ojos el calendario decía domingo. Podía predecir cómo acabaría, esos días siempre acaban igual. De cualquier manera, ni ella, ni nadie, contaba con otra alternativa que vivirlo, cueste lo que cueste.
Al recordar, estallaba. La ardía en la piel una bronca insostenible, bronca de sí misma, se odiaba por cometer tantos errores irreparables, se odiaba por huir, se odiaba porque en el fondo lo quería. Lo quería y, por sobre todo, lo necesitaba. Necesitaba alguien que se preocupe por ella, que le llene el móvil de besos y cotidianeidades, que la abrace, le escriba cartas y le regale chicles de melón. Necesitaba alguien que la sujete fuerte mientras llora aún cuando no comprenda el motivo y sin importar las manchas del delineador. Alguien con quien reírse de idioteces y caminar de la mano. Alguien a quien no le parezca estúpido escaparse un momento de la realidad.
Lo necesitaba, repito, tanto como a ese ejército de estrellas. Él, durante mucho tiempo, había perdido la dignidad, literalmente, por tenerla entre sus brazos. Sin embargo, a pesar de ser la dueña de sus noches, decidió apartarse de sus auxilios. ¿Por qué? Habría que preguntárselo, siempre huyó de la felicidad.

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