jueves, 4 de junio de 2009

Me evado.
Me escondo.
Me odio.
Me muero.
Me sufro.
Me lloro.
Me pierdo.
Me canso.
Me caigo.
Me angustio.
Me desespero.
Me engaño.
Me miento.
Me oculto.
Me redescubro.
Me aterro.
Me mato.

Me encanta.
Porque me escapo, me pierdo, me ahogo profundamente entre todo el lodo de mi soledad. Me alejo. Es el océano oscuro de todo aquello que no tengo. Indescriptible. Es como tirarse al abismo sabiendo que en algún momento llegaremos al suelo, cemento frío, y nos lastimaremos mucho, demasiado... Es tirarse sólo para sentir el golpe, el daño. Finaliza y quizá caemos en la realidad vacío. Vacíos.

Esta realidad en la que siempre estuve, pero a la que al mismo tiempo no pertenezco porque me evado, o al menos finjo hacerlo… como finjo ser, estar [bien], existir, soñar, volar, creer, tener, vivir, crecer. Nunca voy ni van a entender por qué esa necesidad tan grande de olvidar, de huirle a la realidad. ¿Cómo sobrevivir a la revolución inexplicable?

Simplemente: Me encanta. ¡Estoy ebria de dolor fuera del límite! No tengo extremo, no hay máximos. No hay nada.

Me evado. Me ilusiono. Me busco. [No me encuentro]. No estoy en ninguna parte. Desaparezco. Me perdí demasiado profundo, demasiado lejos. Me entristezco. Me desaliento. Me abandono. Me inyecto la soledad, la penetro. Me ruego seguir respirando. Me ruego morir.

Me encanta. Indescriptible, pero yo lo entiendo. Porque es dulcemente inexplicable. Porque es maravillosamente peligroso. Porque es criminalmente perverso. Porque es hermosamente letal. Porque es repugnantemente destructivo.

Porque yo sé cómo dejar de ser, existir, estar, soñar, llorar, querer, respirar y al mismo tiempo continuar viviendo. Y vos no. Nunca. Y no me importa si te molesta lo que digo; no me importa porque sé que no lo entiendes y de ningún modo vas a entenderlo.

Porque si sé lo que es la vida; yo sé cuanto vale y cuanto duele. Yo sé valorar la felicidad, esa que no conozco, porque he visto y he sido la otra cara de la moneda. Esa cara amarga, y fea que no tiene brillo. Ese momento en el que todo se reduce pura y exclusivamente a una silenciosa desesperación que se te impregna, te invade a través de cada poro destruyéndote la energía, la fuente de vida que se crea y guarda en tu cuerpo para darte el combustible necesario para que puedas sobrevivir un día más. El dolor que te escupe, te basurea, te arruina, te quema, te mata, te salva te venera, te enseña, te quita, te da la vida de nuevo. El dolor, la angustia que te elimina tu esencia, llevándote a la adicción del éxtasis mortal; hasta el grado más alto y exquisito de locura.

Porque yo cacheteé a la muerte, la ame, NOS AMAMOS, y le perdí el respeto; porque la conocí tal cual es, sin ninguna mascara, porque la tuve más que cerca, la tuve y la tengo aún dentro, impregnada en cada gota de sangre, recorriéndome cada vena, esparciéndose en cada sueño. Dos caras de una misma moneda que nunca pueden encontrarse. Le perdí el respeto porque la entendí. Porque lo acepte, porque tome conciencia, porque supe, entendí, vi y sentí que nunca va importar lo que haga, diga, quiera, pueda, logre, sueñe, grite, o llore, hay algo que no voy a perder jamás, y eso es ella. Siempre va a estar, siempre está, todo el tiempo. Te observa, te ama, te mira, te toca, se sienta a tu lado, te acompaña, te saluda en las mañanas, te cubre mientras duermes, te cuida, te lleva de la mano hasta el final. Nunca, nunca, nunca se va; de hecho.


No importa la cagada que te mandes, nunca vas a deshacerte de ella, nunca va a dejarte, siempre vas a tener algo que nadie podrá quitarte. Ella es única, ella es tuya. Ella está allí contigo, quitándote espacio para respirar, esperando el día que le abras las puertas de tu ser para llevarse consigo tu alma hecha pedazos.

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